Es mucho el daño que le estamos haciendo al medio ambiente. Es un hecho también, que mientras el planeta está al borde de su resistencia, nosotros seguimos torturándole con vertidos y desperdicios, que van haciendo invivible la atmósfera, los mares, los ecosistemas. Vivimos en la cultura del descarte y desechamos y echamos a perder buena parte de las materias que habríamos de consumir o reciclar, sencillamente porque tenemos una organización de la vida caótica y un mercado a escala local y global, desestructurado, presentista e incapaz de echar la mirada hacia el futuro, salvo para soñar con ingresos mayores.
Uno de los desperdicios y, a la vez, una de las pérdidas más importantes que están sufriendo nuestras sociedades es de naturaleza no material, aunque afecte de forma directa a la materia. Se trata del desperdicio de conocimiento. El desperdicio de conocimiento que tiene lugar en las sociedades avanzadas alcanza en la actualidad unas dimensiones alarmantes. Por un lado, la sociedad está invirtiendo ingentes cantidades de energía y generando una inmensa huella de carbono para infundir a su ciudadanía habilidades, capacidades, conocimientos y destrezas, de las que tan sólo van a hacer uso en una medida limitadísima, pues buena parte de los individuos, a la hora de desarrollar sus labores profesionales, únicamente utilizan una parte infinitesimal de todo el conocimiento que poseen y en el que los Estados han invertido monstruosas cantidades de dinero, recursos y materiales. Por otro lado, la producción de conocimiento en las sociedades modernas está teniendo unos retornos cada vez menores (en razón de la especialización y la concepción anti-humanista de buena parte de los empleos) y, no obstante, estas sociedades avanzadas no parecen tener ningún problema en seguir dilapidando más y más conocimiento al no promover un tejido real que fomente la creación, las ideas, los nuevos puntos de vista, y, en general, otra forma de concebirlo todo… Es evidente, que la organización de los estudios en estas sociedades tendría que cambiarse cada muy poco tiempo, precisamente en razón de la evaluación de cuáles son las necesidades diacrónicas reales. Estas necesidades no son, por supuesto, sólo necesidades de orden material, sino que, en muy buena medida, son también necesidades de orden actitudinal, metodológico, organizativo, teórico, ético, filosófico, artístico, etcétera. Sin embargo, aún estamos lejos de ese horizonte.
«El desperdicio de conocimiento que tiene lugar en las sociedades avanzadas alcanza en la actualidad unas dimensiones alarmantes.
[…] estas sociedades avanzadas no parecen tener ningún problema en seguir dilapidando más y más conocimiento al no promover un tejido real que fomente la creación, las ideas, los nuevos puntos de vista, y, en general, otra forma de concebirlo todo…» .
A Knowmad Progress
Por tanto, o le damos una vuelta a todo y reflexionamos sobre esta ecología del conocimiento o, muy posiblemente, vamos a acabar como estamos en la actualidad, con una estructura gigantesca diseñada para ofrecer estos estudios (sólo hay que ver, por ejemplo, toda la red de institutos, universidades o centros diversos) al servicio de un mercado que de ninguna manera puede absorberlos y con un despilfarro masivo de profesionales y de recursos empleados, y con una creciente huella de carbono debida al mantenimiento de los centenares de miles de instalaciones enormes, desplazamientos, materiales, papel, material informático, tecnología o logística, al servicio de unos conocimientos, que – a la postre – no servirán para nada. Si nos diéramos un paseo por algunos de los países en vías de desarrollo, nos daríamos cuenta de que, en ellos, existe una necesidad perentoria de buena parte de todo aquel conocimiento que nosotros estamos dilapidando. Es urgente, por ello, que repensemos la cuestión de la ecología del conocimiento o estaremos, de lo contrario, condenados a sufrir las consecuencias de un desastre añadido a todos los que lleva aparejada esta cultura del descarte en la que vivimos.